El surfing es un deporte para optimistas

La tal vez incomprensible actitud de algunos surfistas en algunos lugares del mundo y los personajes que por ahí se encuentran


Por Mateo Castells - Foto de portada tomada del grupo de WhatsApp Los Honderos 

Ni las buenas tardes me dijo un tipo de cabeza calva que pasó caminando a dos metros de donde me encontraba observando el mar, un domingo de mayo en el que la playa de Solymar estaba desierta.

El tipo en cuestión vestía un neopreno apelmazado de cremallera en la espalda a medio cerrar, una barba que parecía recién salida del coiffeur, lentes de armazón gris y las sandalias del cocodrilo con agujeros en el empeine que chillaban al andar. Encima de su cabeza y sostenido con ambos brazos cargaba con un tablón fun de color amarillo que aparentaba ser un 7´0, de espuma desgastada y parafina sucia. En su rostro no había ningún tipo de convicción.

Su andar era rígido, militar y parejo. Tras sus pasos, el leash negro colgaba y era arrastrado por la arena. Su cuerpo no tenía la soltura de un rider experimentado y mucho menos la confianza que emana el caminar de un longboarder de esos que corren a single fin y clavan el borde en olas gordas con un estilo clásico y porfiado.

Esa tarde el viento soplaba de suroeste y el agua estaba marrón. Marrón chocolate. Marrón como suele estar el agua del Río de la Plata que baña la arena de las playas ya no tan balnearias de Ciudad de la Costa, salvo explícitas y muy puntuales excepciones.

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Aquellos surfistas que residan en Montevideo o la Zona Metropolitana, sabrán que las esperanzas de encontrar olas en las cercanías de su hogar se depositan exclusivamente en esos días en los que el viento sopla del sur, en los días post-ciclón o en uno de esos días milagrosos, que ocurren casi que por mandato divino, cuando el gurú marca un buen mar del este para la zona, porque según cuentan los que saben, frente a la costa montevideana, a 40 kilómetros de la orilla hay un banco de arena que se llama el Banco Inglés, que frena las olas que vienen del sur y solo un mar del este, con determinada inclinación, es capaz de sortear ese banco y llegar a la costa.

Es por esto que los días en los que las costas del Río de la Plata se bañan de “buenas” condiciones y agua salada son pocos, hasta casi que irrisorios en el calendario anual. Más bien, es mejor apostar las esperanzas en aquellos días en los que un pampero remueve el agua, hace crecer el mar tragándose prácticamente en su totalidad la arena y casi que pellizcando las aplastadas dunas del lugar, donde alguna ola desprolija y desfachatada rebota en los escasos y tímidos bancos de arena y ofrece alguna rampa de agua medianamente decente.

Este domingo era uno de esos días. El mar estaba revuelto, el viento on shore le pegaba cruzado, las olas no pasaban el metro y la corriente que empujaba vehementemente hacia el este pintaban un panorama bastante tedioso e incómodo.

Cuando el tipo calvo, con su look hípster y su fun amarillo pasó a mi lado, ya hacía 20 minutos que me encontraba apoyado a la base aherrumbrada de la garita de guardavidas, observando a dos optimistas intentando surfear en esas condiciones desordenadas.

En ese lapso, fueron cuatro las veces que los optimistas, ambos con tablas híbridas e incómodas para un día como ese, salieron del agua a 200 metros de donde yo me encontraba, escupidos por la corriente, y volvieron caminando hacia mí dirección, para volver a ingresar al mar justo frente a mis narices y luchar nuevamente contra la incesante rompiente que les caía sobre sus espaldas a 20 metros de la orilla.

Y mientras el del fun amarillo estiraba y hacía ademanes cómicos que evidenciaban una nula capacidad motriz, buscando calentar sus extremidades, los optimistas luchaban por llegar a un punto en el mar donde no tuvieran que remar de forma maratónica y lograr dropear una de esas rampas de agua, desprolijas e impredecibles. Y lo lograron, como todas las veces que habían vuelto a ingresar. Y ahí esperaban y flotaban, en esa dulce espera que se plaga de ansiedad y optimismo cuando las condiciones no están buenas y la cabeza inventa olas donde no las hay, y un error de predicción te puede depositar nuevamente en la rompiente, para pasar otros 10 minutos cabeceando espumones y remando a más no dar.

Luego de barruntar varios minutos y estirar cada músculo de su cuerpo, el hombre calvo y de barba perfecta se abrochó el leash en su tobillo izquierdo, augurando ser un auténtico goofy, y se fue caminando sin ningún tipo de convicción hacia el agua. “Este no entra”, alcancé a decirle a mi perra Mar -como si me entendiera- que aguardaba a mi lado con la correa desparramada sobre su lomo negro.

Cuando llegó a la orilla y el agua apenas alcanzó a rebalsar sus rodillas, se tiró sobre su tabla y comenzó a remar moviéndose aparatosamente sobre la superficie parafinada de su funboard. Fue cuestión de segundos para que la primera espuma cayera sobre su calva cabeza y pusiera a volar la punta de su tabla, desparramándolo varios metros en dirección a la arena. Luego de ser revolcado volvió a intentar.

Mientras esto sucedía, los dos optimistas, que a esta altura se encontraban lejos producto de la incansable corriente, ya habían tomado un par de olas. Uno de ellos, más idóneo que el otro, era capaz de dibujar una tímida línea sobre la pared marrón de la ola y de atacar el lip sin conseguir mayores repercusiones. El otro, un tanto tosco al ponerse de pie en su tabla, apenas era capaz de incorporarse y agacharse levemente para direccionar su tabla.

Simultáneamente, el hombre calvo era revolcado una y otra vez por las olas incesantes que arrastraban su tabla gorda y flotona haciendo que, al cabo de cinco minutos desistiera y saliera del agua. El hombre de tabla amarilla se sentó en la arena, pensando tal vez que el surfing ya no le gustaba tanto y deseando que nadie de las tres personas que habitábamos la playa en ese momento haya tomado registro audiovisual de su nefasta performance.

Los optimistas, por quinta vez en la tarde, volvían caminando a lo lejos para ingresar nuevamente en frente a la garita de guardavidas. Esta vez más convencidos, seguramente moralizados al ver que su colega había sido frustrado. Una vez que lograron sortear la rompiente, ambos flotaban a la espera de olas surfeables. Cuando la oportunidad se presentó, el más idóneo de los dos dropeó un caño que parecía ser un auténtico rompecocos. Ante mi atenta mirada y la del hípster, el flaco se puso de pie sobre su tabla y en cuestión de milésimas de segundos fue revolcado por la sección de la ola que caía enteramente sobre su cabeza. Su compañero, a metros de él, motivado tal vez por la gallardía de su colega, comenzó a remar la que venía atrás. Y la tomó. Y paseó agazapado durante varios metros en una ola gorda que le otorgó los segundos más felices de la tarde, o de su fin de semana, o de su semana, o de su mes.

El surfing es un deporte para optimistas, pensé. Sin un optimismo exagerado, esos tipos estarían en sus casas, acurrucados frente a una estufa de leña que chispea, mirando por la tele un atractivo encuentro entre Cerro y Racing en el Tróccoli por la fecha 6 del Torneo Apertura o compartiendo un domingo familiar con sus suegros. Pero estaban ahí, con sus trajes de goma, sus tablas de espuma y su inquebrantable convicción. Me fui a mi casa caminando con Mar, contento.

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