Editorial semanal: Reflexiones chicameras

Hay lugares encantadores en este mundo y este definitivamente es uno


Venir a Chicama era para mí una tarea pendiente, pero era una de esas que sabía que tarde o temprano la vida me la iba a poner en el camino.

Al final de cuentas la ola más larga del mundo queda en el bendito Perú y el país que yo considero como una segunda casa tarde o temprano me traería de alguna manera por estas tierras.

Se me iluminaron los ojos cuando en la ceremonia de cierre del sudamericano del año pasado anunciaron que este evento se iba a hacer aquí. Me primera reacción fue simplemente tener la esperanza de que me toque venir.

Y, gracias a Dios, sin muchas idas y vueltas, unos cinco meses más tarde aquí me encuentro, con siete días de surfing increíble en Chicama. De sesiones tal vez más cortas de las que quisiera por el trabajo pero de olas tan largas que se me hace imposible recordarlas de principio a fin.

Es algo que me duele porque tengo el sentimiento de que me está pasando algo alucinante, pero las olas son tan largas que es imposible acordarse de todo lo que uno hace en ellas. Un estándar demasiado alto en lo que tiene que ver con las olas largas; tan intensas por momentos que uno se olvida.

Lo que queda es el furor de la ola surfeada; si el furor es alto más o menos se sabe que la ola fue increíble y de ahí los niveles... Me ha frustrado tanto esto que me he propuesto sacar fotos mentales para que no me olvide de las olas tan increíbles. No ha sido fácil, pero ahí vamos.

Para colmo vine con la entrada de una seguidilla de swelles de sur que hicieron funcionar Punta de Lobos y Pico Alto, que es cuando hay que venir.

Lo que más me alucina de Chicama es que si bien es difícil agarrarla con todas las secciones conectando, la cancha es tan tan tan grande que uno termina de surfear una ola, la corriente es bien fuerte y queda colocado para surfear la otra sección, y luego la otra y luego la otra hasta que se llega al famoso muelle del Puerto Malabrigo.

Cada una con una determinada personalidad y con un determinado desafío. Todas alucinantes, todas de sueño, todas son unos trenes hermosos de izquierda que te dan ganas de volver a tomar otra y volver a tomar otra y volver a tomar otra.

Un punto aparte es el pueblo. Yo me estoy quedando en el hotel Ibiza, en la calle principal del Puerto Malabrigo; no puedo hablar con autoridad pero creo que se mantiene pequeño como siempre porque es caminar unas cinco o seis cuadras en cada dirección y todo se termina.

Sandro, el dueño del hotel, muy amigablemente me calienta agua para el mate o el café. Intercambiamos charlas justas y necesarias, las semis de la Champions y la victoria de Peñarol y que sus clientes por su ubicación son más de las pesqueras que de los surfistas. Todo es con atención y cordialidad. Con tiempo, como era antes.

Pero lo que más me gusta, por más que a otras personas le puede resultar molesto, es escuchar la vida del pueblo; a la mototaxi bocinando para ofrecer viaje, la señora que a las 6:00 AM ofrece tamales con voz tan tierna que me dan ganas de comprárselos todos, o el amigo que por la tarde ya en un grito un poco más fuerte vende tarta de piña con algo más que todavía no he identificado qué es.

Y luego la parada de buses, acá abajito: “¡A Paiján, a Paiján!”, repite ofreciendo el viaje, anunciando además que salen en breve y más tarde es “¡A Trujillo, a Trujillo!”; los únicos dos lugares que se conectan con transporte público desde Chicama. O por los menos, los dos que ofrecen en mi calle.

Todos los días el pueblo suena igual; se prende a las seis y se apaga a las seis. No hay mucho ajetreo, es que no es necesario que lo haya.

Y está bien que sea así.

Y allá a unas pocas cuadras está quebrando esa interminable, esa legendaria izquierda que según entiendo quiebra así todos los días.

Hay lugares encantadores en este mundo y este definitivamente es uno.

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