Foto de portada por Federico Vanno/Liquid Barrel

Hoy aprendí un montón de cosas.

La vida es un soplo milagroso que nos deja acá parados.

Algunos nos enamoramos del mar y nos gusta deslizarnos en las olas, nos gusta mucho hacerlo, y dedicamos nuestra vida a eso.

Hay gente que se destaca deslizándose en las olas. Es mágica esa gente, logra entender al cosmos y moverse en armonía con este.

En otras palabras, y no me condenen de hippie barato, bailan al ritmo de la vía láctea entera. Se mueven los planetas, se mueven los océanos y se mueven los surfistas; y algunos lo hacen demasiado bien y otros no.

Mikala Jones entendió el océano y en este encontró sus mejores rincones.

Y, una cosa es encontrar los rincones y otra es saber saborearlos; tener el talento de bajarse esos olones que este te da y no solamente sobrevivirlos, andar con ellos, surfearlos.

Él era un hawaiano pura raza, un hombre que conocía los movimientos del océano y de las olas, de sus formas y sus comportamientos. Y se murió. En el mar, en el pedazo de la vía láctea que a él más le gustaba.

¿Cómo pudo ser que uno de los que mejor conocía este pedazo de océano se vaya así nomás?

Mis mejores amigos, surferos de alma, se quedaron reflexionando, suelen hacerlo, sobre esto de Mikala y otras muertes.

Porque ellos arriesgan a la par, con las diferencias entre los mortales y los Mikalas… Con cuenta en contra, ¿no? Porque Mikala era una fiera.

La cuenta era: “Si esta fiera se fue así nomás, ¿qué nos queda al resto de los mortales?”.

Y tienen razón.

¿Qué nos queda? Me siento moribundo en este momento, mientras escribo estas líneas, como sabiendo que mi muerte está a la vuelta de la esquina si es que pretendo meterme un tubo o dos en lo próximos meses.

“No queda mucho guriseee”, escribió el uno de mis amigos, que es uno de los mejores surfistas de la historia del Uruguay.

No sé qué hacer con toda esta información, pero sé que quería compartirla.