El viaje hacia el no mar

"Las surfeadas carecen de sustancia para imprimirse en la memoria. Cualquiera que no es pro y se pega un buen tubo en el océano, lo va a recordar por mucho tiempo. Algunos para siempre. Acá, al rato nomás de surfarte unos tubos impresionantes, no quedan recuerdos", escribe Rodrigo Caballero sobre su experiencia en el Wavegarden de Surfland


Esta nota es presentada por SurfCycled Por Rodrigo Caballero

Fue el surf trip más raro del mundo al destino más común de los surfistas uruguayos: Praia do Rosa, en Santa Catarina, Brasil. Un lugar que garantiza cervezas estúpidamente “geladas” y camarones por pocos pesos. Pero nunca asegura buen surfing. Las olas suelen ser una rifa y el crowd de pitbull-surfers, explotados de músculos y tapizados de tatuajes, una verdadera amenaza.

Claro que la consistencia del mar es mayor que acá, en casa. Incluso la calidad de las olas es superior a las nuestras según la opinión de muchos. No tanto en Rosa, pero sí en varios spots de la vuelta, como las clásicas Silveira, Ferrugem, Guarda o la Vila. Cualquiera de esas playas te pueden hacer el día, la semana e incluso el año si los astros se alinean. Pues si bien la zona en cuestión no es Indonesia, sí tiene su encanto y más de un lector debe guardar en su memoria uno o muchos recuerdos de surfeadas épicas por allí. Y además queda cerquita. Al pelo para una escapada de pocos días. Para un “bate e volta”, como le dicen ellos.

Pero el viaje esta vez no apuntaba a ese blanco. Si bien viajamos con el objetivo de surfar, a nadie le importaba cómo iban a estar las condiciones. De hecho el pronóstico solo fue chequeado por pura costumbre, y la data que arrojó no incidió en nada a la hora de elegir las fechas de partida y de regreso. Es más, fue la única vez, desde que existen los charts en internet, que me sumé a un viaje con una previsión de flat miserable que se extendía hasta el infinito. Todos los sitios especializados marcaban entre 0,7 y 0,8 metros con períodos que no superaban los 6 segundos. Y un “nordestao” que volaba la bata. Pero como se dijo al principio, éste era un surftrip atípico, así que nos chupó un huevo el prono.

Naturalmente, un buen mar nos habría dado algunas alegrías, pero en este caso, era secundario. Casi intrascendente. El motivo del viaje era conocer la piscina de olas de Surfland, un complejo inaugurado hace un par de meses en la entrada a Praia do Rosa, cuyo principal (y único) atractivo es la máquina de hacer olas de Wavegarden. La fábrica de chocolates. El sueño del surfista de ciudad.

El autor de la nota en un momento que no quedó imprimido en su memoria y que al ver la foto no distingue de qué ola se trató.

ESTANQUE DE LA FELICIDAD O FISH POND

Mil doscientos kilómetros de ruta a 160 km/hora con un chofer que tomaba cocacola y mandaba mensajes de texto cargados de duro bullying a los amigos que no pudieron venir, fue el puente entre la oficina y el estanque de la felicidad. ¿O debería llamarle el fish pond? Eso es muy personal. Y esta pieza, como ya habrá podido notar, viene llena de subjetividad. Narraciones objetivas sobre el Surfland, o cualquier otro Wavegarden, pueden ser encontradas por centenas en la www y usted estaría perdiendo el tiempo leyendo esto.

¿Que qué son los fish pond? Son esos famosos pesque y pague donde van los pescadores haraganes que no quieren ensuciarse las botas con barro o arena, pero tampoco están dispuestos a perderse la experiencia de pinchar un pez gordo y gozar como locos de la pelea que les va a dar el animal. Entonces ponen los morlacos y se presentan en unos sitios donde un hombre de negocios, conocedor de las debilidades del alma humana, armó un tinglado para recibirlos y ofrecerles lo que están buscando: Un whiskicito, un refresco para los niños y un asado hecho por el personal del lugar. Todo servido a la orilla de una laguna donde han sembrado diferentes especies de depredadores de agua dulce, como el pacú, el dorado o la codiciada trucha arcoíris que esperan bajo la superficie con un hambre bárbara. Todo en un ambiente blindado de los imponderables naturales, donde el visitante apenas precisa relajarse y disfrutar de un hermoso día de pesca en familia. Para que el lector tenga una idea cabal de lo que se encuentra en estos establecimientos, vea lo que se anuncia en la presentación web del pesque y pague Isla Valle, en Areguá, Paraguay: “¡Es súper fácil y cómodo pescar! Hay mas de cinco lagunas y al ser criaderos, todas están repletas de peces y ¡se pesca rapidísimo! Además, cuando pescás, de inmediato aparece un joven que te ayuda a sacar el pescado y colocarlo en un cable dentro del agua para que se mantenga fresco. Cuando terminás, estos mismos jóvenes te pesan, limpian y preparan tu pesca para que la lleves a casa”.

Usted llega con sus cañas, o bien toma las que ofrece el lugar, engancha su señuelo favorito y se pone a pescar. Después se saca unas fotos con las capturas y chau Pinela. Se sube al auto y regresa a casa con una sonrisa pintada en la jeta. Satisfacción garantizada o le devolvemos su dinero.

Así se ve la máquina de olas de Surfland.

¿ENTONCES?

Entonces, no obstante la comparación con los fish ponds, las olas del Surfland superan por mucho cualquier expectativa que uno se pueda haber creado a priori. Son buenísimas y transparentes. Del color celeste del agua de las piletas de natación. Y hay para todos los gustos. Desde unas marolas para niños en sus primeras remadas hasta la flamante The Beast, un tubazo en el cual Amaury Piu Pereira, aquel top pro de los años 90, que ahora trabaja en el parque, entró y salió parado frente a los ojos atónitos de este cronista. Sequito. Sin despeinarse. Casi sin flexionar las rodillas.

"Productos en serie de una magnífica obra de ingeniería que una vez cada sesenta segundos larga un set de cinco olas tan perfectas que no parecen reales. Porque no lo son"

Cualquiera de las que ocupan la categoría “avanzado” son tremendas olas. Y mucho más fuertes de lo que aparentan en fotos o videos. Tiran tubos que no cierran nunca y que son mucho más fáciles de surfar que los tubos del mundo real. Productos en serie de una magnífica obra de ingeniería que una vez cada sesenta segundos larga un set de cinco olas tan perfectas que no parecen reales. Porque no lo son.

Ninguna se cae. Ninguna se engorda. Ninguna falla. Y son todas casi idénticas entre sí. Excepto la tercera de cada serie, que según los instructores que acompañan a los grupos a surfar y ordenan el tráfico en el take-off, es la mejor de todas. Es probable que lo digan para darle mística a la cosa. Pero también puede que sea cierto. Después de ver la ola de la Surfland romper por primera vez, uno pasa a creer que todo es posible. Incluso que el gordito cabezón que llegó con un tabloncito de epoxi de nariz redonda y vistoso airbrush, se pegue un tubo.

"Después de ver la ola de la Surfland romper por primera vez, uno pasa a creer que todo es posible. Incluso que el gordito cabezón que llegó con un tabloncito de epoxi de nariz redonda y vistoso airbrush, se pegue un tubo"

También son olas bastante caras. Las sesiones duran 50 minutos y cuestan 500 reales, unos 110 dólares. Una sesión en cualquiera de las opciones de tubo que tiene el “menú de ondas”, sería un día inolvidable en el mar. Pero en la piscina no es así. Si bien está tan buena como se describió antes, o más, no tienen gusto a nada. Como la carne de la trucha que pescó el tipo del pesque y pague.

Las surfeadas carecen de sustancia para imprimirse en la memoria. Cualquiera que no es pro y se pega un buen tubo en el océano, lo va a recordar por mucho tiempo. Algunos para siempre. Acá, al rato nomás de surfarte unos tubos impresionantes, no quedan recuerdos.

Todo es muy fácil, muy perfecto. Demasiado predecible. No hay encanto ni misterio. Cuando uno entra al mar nunca sabe lo que va a pasar. Al otro lado de la rompiente, puede estar esperando el tubo de la vida o una quilla clavada en la femoral. En el estanque, en cambio, uno ya sabe todo de antemano. Y puede calcular cada movimiento para no fallar y poder volver más rápido a la fila para no perder la siguiente serie. Satisfacción garantizada o le devolvemos su dinero.

¿PERO ENTONCES?

Pero entonces la piscina está buenísima para conocerla. Para matar la curiosidad. Para practicar maniobras los que compiten o los que entienden que practicar maniobras de surfing en una piscina es algo bueno. Para surfar un tubo si nunca surfaste uno. Para pasar el rato si justo uno anda por la zona y embocó unos días de flat. Para entrenar y cuando vengan las olas de verdad tener un mejor estado físico. Aunque para hacer cualquiera de esas cosas es necesario tener gorda la billetera o conseguir algún curro que permita entrar sin pagar, ya que a 11 doletas de promedio por cada ola, no es una diversión pensada para el surfista de a pie.

Pero por sobre todas las cosas, la piscina de olas sirve, como pocas cosas en este mundo, para reforzar esa certeza que uno tiene de que el surfing es lo mejor que hay. El surfing de verdad. El que se hace en el mar. En Hollow Tree o en la Playa Honda. Y que no hay ni habrá nada que lo pueda reemplazar.

Nacho Ferrés, 57 años, parte de la excursión del cronista, ante su atenta mirada.
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