En las ciudades es difícil encontrarse
¿Qué plato sabe mejor, las olas o el dinero del asfalto?
Por Carlos Serrano. Foto de portada: @diddiart
Hace años que cambié los cabos por edificios, las playas por aceras y los acantilados por viaductos. Hace meses que no siento la sal sobre unas nonatas arrugas que amenazan con salir, de ser expuestas por más tiempo al humo de los tubos de escape.
Hace días que compruebo que la vida es cuestión de dólares, y que en ello, mucho perdemos. Y hace horas que siento en mis talones la necesidad de subirme a una tabla y escapar de todo esto.
Soy extranjero y surfista, perdido en la selva de Victor Hugo. Sus antros son los espacios donde mi vida transcurre entre un impulso y otro, mientras pienso en las palabras de Platón, quien dijo que la ciudad nace del hecho de que nadie se basta a sí mismo.
Es bien cierto que ante un objetivo, un ideal, o una carencia, la gente busca a la gente. Pero en las ciudades es difícil encontrarse. Hay pocos rastros comunes a quienes son ajenos al trasiego continuo de las personas a caminando a toda velocidad. El encuentro fortuito es cosa del pasado. La generosidad se encuentra a menudo velada por un ligero egocentrismo que confunde la filantropía con la casta, y hace de quien más aprieta las tuercas un ejemplo a seguir para quienes consideran que las suyas están sueltas.
Es un mundo diferente donde sus habitantes buscan continuamente vías de escape a su día a día, lo que a la vez es una tremenda paradoja: ¿Por qué distanciarse de lo que te llena, si acudiste a la ciudad, precisamente, para colmarte? ¿No deberías ser feliz entre pasos de cebra?
Hubo un tiempo en que no necesité escapar de nada. Las olas, desde que rebozaba mi cuerpo entre las orilleras de mi playa armado con un paipo de juguete, me proporcionaban la distracción perfecta con la que desfogar mis infantiles ansias de adrenalina.
Más mayor comprendí que no todos estamos preparados para los pasos de gigante que otros dan por encima de nosotros. Como muchos, no crecí pegado a un teléfono o una consola. No dependo de internet, ni de sus facilidades, las cuales asumo y estimo. Pero ante cualquier momento de agobio común en la vida de cualquier ser humano que tenga dudas, miedos, sueños y esperanzas, mi escape siempre ha sido el mar, su sonido, su fuerza y su sentido de la meritocracia, tan alejado de las pirámides donde solo se corona quien tiene los bolsillos más holgados.
En el mar, el mejor surfista es quien es capaz de aislarse de la tierra una vez en el agua, pasando a ser un elemento más líquido que sólido. Utilizando los cantos como cincel, las olas cobran forma y sentido. Quien busque “reventar” las olas como si se tratasen del mercado de valores descubrirá que con los años, sus piernas no harán lo que ahora consiguen sus carísimas tablas. La desconexión que exige el surf con el mundo que espera en el aparcamiento ha llevado a muchos a confundir lo que pasa en el pico con una realidad de empresas, jefes, y obcecados obreros que tratan de volcar sus frustraciones sobre quien, fuera del agua, consideran inferior. Pero al menos no lo sufres tras tres peajes y un interminable atasco.
Dicen por ahí que tenemos sólo una vida, y en la ciudad me han confesado que muchos sueñan con abandonar el asfalto y pisar la playa. Uno no puede elegir dónde nace. ¿Qué hago yo aquí entonces? ¿Quién me ha enviado a la jungla? Preguntas retóricas coya respuesta aparece a mi paso: El eslogan: “Yo mismo”, siempre pintado sobre los semáforos, luce también sobre los conductores y transeúntes, que lo exhiben impreso en sus sudorosas frentes. Sí, soy “yo mismo” quien he decidido estar aquí, porque las olas no van a darme de comer. Pero después de años, meses, días y horas, me he dado cuenta de que la ciudad, tampoco.
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